Dirigida por Rodrigo Sepúlveda
Jue 01 octubre, 2020 - Diego MontanariDesorden, risas fuertes, y disfrute máximo entre iguales es de pronto irrumpido por la presencia de Carabineros. No están molestando, no están dañando, pero simplemente no está permitido. No la hemos conocido del todo aún, pero se apuesta por esta persona y que quien sea que rige la suerte, la cuide y la guarde.
Dirigida por Rodrigo Sepúlveda, la producción chilena-argentina-mexicana ha sido exhibida nacional e internacionalmente, causando grandes -y en su mayoría- positivas impresiones. La película nacional se desempeña como adaptación de la novela homónima del escritor, cronista, y artista plástico chileno Pedro Lemebel. Esta, no fue solo su primera novela, sino que también su primera historia de amor. “La Loca del Frente” (Alfredo Castro) se enamora de Carlos (Leonardo Ortizgris), un cubano frentista que planea en contra del gobierno de Pinochet. Pese a que aquel es el ambiente, lo que envuelve a la audiencia es toda otra cosa: una marginalidad en todo su esplendor que hubiese sucedido de todas maneras, y que permanece vigente. Este toque autobiográfico le quita todo protagonismo al General y a los demás de aquel bando, revelando así de sobreponerse ante una mala fortuna.
Ante una atmósfera histórica, la suciedad, la miseria, las casas ruinosas, y sus vecinos, un hombre mayor homosexual se enamora de Carlos, un frentista a quien conoce por fortuna bastante repentina y con quien se aventura en un amorío, citando a “La loca del frente”: “yo no tengo amigos, yo tengo amores”.
No solo nos adentramos en este íntimo relato, sino que también en aquella época histórica en la periferia de Chile. En donde la vecina tenía un almacén con todo lo que uno podría necesitar y aunque también tenía teléfono, se le confiaban asuntos personales. Varios niños del pasaje se reunían con solo una pelota, y las casas, crujientes estaban por caerse tal como sus dueños y en una especie de viceversa, lograban protegerse y proveer identidades. Algo que poseer. Es notorio, es innegable, pero mostrado con gran simpleza, sin adornos, sin maximizar.
Recursos como los anteriores, en conjunto con la fotografía y los tonos utilizados consiguen transportar a aquella época, pese a no ser vivida por muchos quienes ven este filme. Y varias escenas, que fueron basadas en hechos reales que rodean este relato, son tratadas de formas tan cinematográficas. Como aquella en donde “la loca” se encuentra en una protesta y debe tomar una micro. O sencillamente aquellas en que se hace referencia a la alegría que puede llegar a sentir la protagonista mientras -con un estilo muy libre y siempre bienvenido- danza la canción que también le da nombre a la película, Tengo miedo torero de Lola Flores.
No es la actuación de Alfredo Castro sino este bello personaje que, de ser o no Pedro Lemebel, hubiese causado, de todas maneras, quererlo al instante. Una profunda sed de quién es esta vibrante personalidad, esta tan entretenida persona, este marginal ser humano.
Castro deja en claro lo innecesario de lo posible que es lograr mucho con poco, como aquel cabello teñido y canas en las sienes, un maquillaje como se puede y una vestimenta justa. Porque lo más importante es vislumbrado en su sufrimiento, en su dicha, en sus silencios, y sus verdades.
La base siempre es el contexto del país y de vez en cuanto este encuentro lucha por salir a la luz y tener su momento. Aquella historia, se encuentra sumergida siendo testigo de una complicidad que solo pudo coincidir, en todo su esplendor, con el mismo mar que pese a no conocer, como este amor, siempre había anhelado, quizás muy dentro en secreto. Tras ser tratado de maricón, ser golpeado, irse de la casa a los 18 por ser obligado por su adre a hacer el servicio militar, vivir de la prostitución, y al margen del lado más grotesco y crudo de la exclusión, la playa viene muy bien.
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